16/12/13

Mi primer apartamento estaba en el Paseo de la Habana, frente a la antigua sede de Televisión Española. Firmé el contrato sin saber que la mayoría de mis vecinas eran putas. Los viernes por la noche había muchos Mercedes aparcados en doble fila. De madrugada se oían pasos de mujer por los pasillos y gritos de borrachos que se disolvían de pronto en la oscuridad que rodeaba mi cama haciéndose parte de un sueño. El vigilante nocturno era un tipo con el pelo canoso que llevaba una pistola en el cinturón, un revólver que sorprendía por lo fuera de contexto. Caminaba con la mano apoyada en la culata y respirando con dificultad. Cuando venían amigos a verme poníamos música y bebíamos sin sentir la necesidad de decir nada. Bebíamos y escuchábamos a Iggy Pop. Cada vez que ponen The Passenger en alguna emisora nostálgica no puedo evitar el recuerdo de ese piso con su mini cocina americana y las putas gritando a medianoche: me quieren matar, socorro, hay un hombre que me quiere matar. El vigilante llamaba a mi puerta de vez en cuando y me decía que moderase el volumen del tocadiscos. Lo decía así. Esas eran sus palabras exactas que hoy parecen salidas de un museo. En la azotea había una piscina rodeada de una pradera de césped artificial mugriento y tumbonas blancas con generosas islas de óxido que las recorrían como una técnica de camuflaje. El tiempo pasó de lleno por allí. Después siguió su camino de apisonadora y se encargó de todos nosotros. Solíamos acabar allí las juergas, cada uno en una tumbona viendo amanecer. El día que acabó la Guerra del Golfo nos abrazamos. Todavía no sé por qué lo hicimos. Alegres por el fin de una guerra lejana, borrachos, a miles de kilómetros de la realidad, en lo alto de un edificio lleno de putas custodiadas por un pistolero gordo y retórico. Tenías razón, Iggy, sólo somos pasajeros condenados a cabalgar.