7/12/13

Los editores de poesía huelen a cordero, como los taxistas viejos en invierno. En sus despachos, entre eructos recientes de hamburguesería (con la crisis no les llega para más) diseccionan tu obra como mercaderes judíos de diamantes: cuentahílos en el ojo y siempre esa mueca de descreimiento sobrevolando los versos como un avión gordo y barato. Muchos se apellidan Salieri. Mira sus documentos por curiosidad: Martínez Salieri, Adolfo Salieri, Jorge Salieri de la Roca. Apellidarte así pero creerte Mozart es un drama. Cuando van a las imprentas exigen trompetas de cuello largo y que las resmas de papel muestren pleitesía. Temblad, hojitas. La obra. La obra. Con los autores desconocidos se exhiben displicentes. No estoy. No contesto mails. No existes. Si me compras mil podemos hablar. Pero si se trata de un poeta conocido abren todos sus orificios para que el laureado elija por dónde quiere entrar. ¿En qué se diferencian de los tratantes de ganado o de los subastadores de lonja de puerto? En nada. Ambos saben que la mercancía es la única posteridad.