29/12/13

La única novela que he sido capaz de terminar habla de una persona a la que no quise en vida. Es curioso que la contemplación de su cuerpo metido en una caja arrancase en mí lo necesario para empezar a escribir y, sobre todo, para empezar a entender, para situar los porqués de muchos de sus actos. Pero fue una reconstrucción arbitraria. Nadie me informó. Nadie se sentó conmigo a considerar sus razones ni a aportar pacientemente argumentos que yo no tenía. La luz se hizo sola. Como pudo. Como siempre. La muerte también enseña con sus huecos. Creo que hace ya siete años de aquella gran equivocación. Salió mal. Pero cuando acabé de escribirla sentí todo eso que dicen: la liberación dichosa y a la vez un sentimiento de pérdida bastante inaudito para mí hasta ese momento. Nada comparable, por ejemplo, a la ausencia de alguien que quieres o a la simple nostalgia que producen las cosas cuando se van. Quise hacer un libro-regalo, una estupidez, un engendro demasiado poliédrico que actuase como bálsamo mágico para todos. Mi padre diría: bien, has hecho las paces con tu abuelo, me gusta eso, todo lo que no le dijiste en vida se lo dices ahora. Él muchas veces me decía que por qué no hablabas más con él. Cuando iba a verle a la residencia siempre acababa preguntándome qué te había hecho para que no le quisieras, para que no fueras a verle, como hacía yo todos los domingos.
Un mes antes de morir estuvo ingresado en una clínica de Arturo Soria. Recuerdo que pasé una mañana con él. Parecía un pajarito a punto de morir en la cama. Encorvado, encogido. Había cambiado ya las palabras por quejidos armónicos que sólo la enfermera sabía interpretar. Mi padre caminaba molestamente por la habitación con las manos enlazadas a la espalda, como si velase ya un cadáver. Yo leía un libro de Cortázar sentado en un sillón. Tres generaciones esperando la muerte de la más antigua. Una vez me acerqué a él y me cogió la mano. Luisito, cuánto cuesta morirse, me dijo. En aquel momento entendí la frase como un floreo literario, un adorno libresco que apuntar en algún sitio para más adelante. Los años que han pasado hacen que esa frase se vuelva ahora humana, real.
Quizá la reescritura de esa novela deba empezar por otro sitio, uno en el que haya sangre, luz y alveolos que palpiten, no sentencias plastificadas que al minuto de ser escritas caen al suelo produciendo uno de los sonidos más tristes del mundo.