18/12/13

La Navidad es un termómetro cruel de la ilusión. Los anuncios de esta época producen a menudo rechazo por enfrentarnos al inevitable balance emocional del año. No hemos sido tan solidarios, comprensivos, benévolos o afortunados como esos actores que salen con gorros de lana, sonrientes bajo nevadas falsas y luces que ninguna bombilla de nuestras casas sería capaz de simular. No somos nosotros. Son la felicidad ajena a la que nos dicen que hemos de aspirar. Es agotador ese ejercicio gimnástico para el alma y para los nervios. Ese no llegar al listón social que nos presuponen, la manzana de oro cuya carne nos calmará. Ante la insatisfacción se pone en marcha la maquinaria del consumo. Si uso esa colonia puede que me acepten en su club. O peor: en el que yo ridículamente he creado para aceptarme. La Navidad, como cualquier evento comercial, es una trampa. Alguien sensato debería salir a escena y decir: chicos, este año es de muy mal gusto que celebremos todo esto, que dejemos que nos embadurnen con ñoñeces y emociones plastificadas mientras vemos a nuestro alrededor que la realidad va por otro camino con el desfile de sus propias desgracias. Seamos elegantes. Dejemos pasar estos días en silencio. Hagamos que no ha pasado nada. Apaguemos las luces. Cenemos ligero y metámonos en la cama con la esperanza de soñar que todo esto no ha pasado y que mañana volverá a ser un lunes cualquiera, con sus pájaros poéticos que cantan dentro de los semáforos y la alegría simple que cada uno pueda recaudar.