17/12/13

Era el momento de la fiesta en que recorres las habitaciones de la casa buscando a alguien libre: la técnica del camión escoba que cada uno personaliza como puede con un vaso en la mano que contiene un resto caliente y empalagoso de lo que hace mucho fue una copa. Pero ya no había hielos ni tiempo que perder: la oscuridad (que siempre lo disculpa todo) se empezaba a deshacer al otro lado de las ventanas. Caminé por la casa hasta que llegué a una habitación sin muebles. M. estaba sentado en un taburete, en el centro. Llevaba puestas unas gafas de sol de montura amarilla. Le dije que me gustaban. Se las quitó y me las dio. Entró una chica y empezó a besarle delante de mí. Me los quedé mirando con la falta de pudor que produce el alcohol en la sangre, un camión con mangueras y luces que recorre las venas diciendo la verdad por su megáfono. Conservé esas gafas algún tiempo. Siempre que iba a tirarlas me acordaba de M. sentado en aquel taburete y pensaba que si acababan en la basura también acabaría él y todo ese tiempo en que fuimos amigos, y también las historias que me contaba de cuando mataba palomas con una carabina de aire comprimido en su ático del centro. Entornaba una ventana y disparaba. Me decía que no se asustaban ni huían, sólo caían desplomadas como muñecos de feria. Nunca le pedí que me dejara disparar, aunque me hubiera gustado sentir el poder de la muerte, esa sensación de estar agazapado ante tu presa que en ese momento desconoce todo sobre tu plan y acto seguido siente un golpe seco mientras su ángulo de visión se inclina y se enturbia con ramificaciones rojas y fotogramas aleatorios de luces que revientan y descienden amortiguadas hasta el centro de todas las penumbras. Pensaba que si llevaba puestas esas gafas vería todo eso con claridad, ya fuera con una paloma en el punto de mira o cuando fuese yo el apuntado y la muerte, al verme con ellas, decidiera disparar hacia otro lado.