24/12/13

La Navidad es un país extraño. Si cierras los ojos lo podrías confundir con Moldavia o con cualquiera de esos estados postsoviéticos de tan difícil ubicación para los que aprendimos que la URSS era esa gran mancha roja en el mapa que parecía que nos fuese a comer. La Navidad es un país imaginario, una tierra desmontable que sólo existe quince días al año. Si multiplico esos días por los años que tengo sale un total de setecientos cinco días que llevo consumidos en el país de las luces que se encienden y se apagan. Casi dos años enteros de Navidad, algo absolutamente insoportable vivido del tirón. Pero como todo lo que no existe, esta época despliega nostalgias incontroladas y rememoraciones fáciles para los que parecen no rememorar nada el resto del año. La capital de Moldavia es Chisinau. La de la Navidad es cualquiera de nosotros, cualquiera de esa ristra de días pasados que se extienden como una guirnalda kilométrica y boba en el tiempo. ¿Qué pensarán los muertos estos días? ¿Llegará hasta ellos el eco de los taponazos de cava en el techo y el de las risas y quizá luego el de las disputas y las discusiones familiares que trae el alcohol? Para ellos es más fácil todo: manos enlazadas sobre el pecho y oscuridad, tiempo para pasar a limpio todas las anomalías de la vida mientras su cielo de madera les defiende de la honesta insensatez de los que seguimos aquí.