23/12/13

Cuando se fundían los plomos mi padre sacaba la escalera y se subía a cambiarlos mientras mi madre con una mano le sujetaba la pantorrilla y con la otra alumbraba con una linterna. La oscuridad siempre ha sido un refugio para la imaginación. Al menos para mí lo era, más que una amenaza. El rato que tardaba la luz en volver lo aprovechaba para explorar la casa. En la penumbra todo cambiaba. Los muebles parecían tener dimensiones de barcos y hasta contornos insospechados que recorría con la punta de los dedos. Me daba rabia que la iluminación de las farolas de la calle le restasen misterio a la expedición. Entraba por los balcones un hachazo blanco, eléctrico y nítido que rebotaba en el techo y en los cristales de la lámpara de araña del salón. Había que hacer un esfuerzo para asimilar que esos destellos correspondían a una presencia espectral. Venidos de otro mundo jugaban a que la pintura blanca era la superficie de una luna incierta, recorrida de haces más amarillentos causados por los coches que pasaban por la calle. No creo que el tiempo embellezca nada, ni ponga orden, ni haga justicia. Si alguna virtud tiene es el caos o la indiferencia con la que nos coloca delante y nos hace ser espectadores o re-espectadores de un abismo que un día creímos nuestra casa. Cuando volvía la luz se desvanecía el misterio, la alteridad de un sueño que había prosperado gracias a la ceguera y a la puesta en marcha de mecanismos difíciles de explicar sin la ayuda de la escritura. Quizá por eso lo haga: apagar de nuevo la luz cuando siento que la realidad me insatisface o desprecia mis creencias más sagradas. Hacerlo supone la determinación de abrirle la boca a la fuerza a lo desconocido para con mi lengua buscar la suya, aunque lo único que encuentre sea un agujero no carnoso por el que se desliza el eco de mi decisión.