4/12/13

Algunas mujeres de veintisiete años tienen amigos homosexuales con los que bajan a fumar cuando están en la oficina. Seguramente ellas llevarán botas altas y un abrigo que siempre da la sensación que no abriga lo bastante. Sujetan el cigarro entre el índice y el anular estirados, mientras que la mano libre se apoya en el antebrazo en un gesto de protección ante un peligro íntimo e imaginario más que de simple comodidad. Sus amigos llevarán anoraks con capucha o trencas entalladas que parecen venir de otra época. Muchos llevan barbas muy cuidadas y gafas. Puede que un pendiente o quizá el comienzo de un tatuaje que les nace en la nuca, si es que no se lo tapa una bufanda cuidadosamente enrollada al cuello. Ambos mueven los pies mientras hablan. A la distancia de cuatro metros podría confundirse con un baile arcaico de colonos americanos que danzan al son de un banjo para celebrar que la cosecha de maíz ha sido buena. De qué hablan, te preguntarás. Ellas desarrollan un monólogo de confidencias. Que sus interlocutores no las deseen supone un alivio a corto plazo. No hay una amistad sensual a la manera clásica. Nunca interrumpirán su narración con una declaración velada o una insinuación violenta que haya que atajar o dejar pasar, dependiendo de hacia dónde quieran que vaya. Ellas han aprendido de las películas románticas. Creen que se basan en hechos matemáticos, experiencias cuantificables con las que comparar sus vidas, como esas plantillas con formas de animales para que los niños pasen el lápiz por su contorno. Ellos aman en secreto su feminidad. Envidian sus discursos en los que mentalmente establecen patrias comunes y mundos que un heterosexual no divisaría nunca por mucho que lo intentara, aún si en el esfuerzo estuviera incluido el premio de que ellas quisieran tenerles cerca cuando fuman.