19/12/13

Alguien me regaló un aerostático en la calle. Debía ser una promoción o esos vídeos que acaban en YouTube cualquier tarde como esta. Pruebe usted a ser el tercer hermano Montgolfier. Subí al rústico artefacto con la ilusión de abandonar este mundo. Dicen que la curiosidad es la mayor genocida de gatos y humanos, pero quizá en la altura resultase más liviano todo lo referido a existir. Subí y subí. Atravesé las capas del aire como si fuesen las de una tarta. Tanto misterio para esto: el aire se calienta y abandonas el mundo. Llegué tan alto que empecé a ver arcángeles: Miguel, Gabriel, Rafael; este último, según he leído, protector de viajeros, salud y noviazgos. Siete antorchas arden junto al trono, dijo Miguel. No sé a qué te refieres, contesté, es la primera vez que subo tan alto. Acompáñame a las praderas nubosas. Tendrás tu propio caballo y una espada que cada amanecer será de oro. Iré contigo, claro que sí. Allá abajo son pocas las glorias y muchas las tristezas insignificantes que, unidas, te acaban por desesperar. Nunca cabalgué sobre nubes, y mucho menos con un fin noble. ¿Qué haremos? ¿Contra quién airearemos nuestras espadas que el recién nacido astro se encargará de dorar? Que sea aventura y nada más, dijo el arcángel mientras atizaba a su animal para que empezase a cabalgar. Que así sea, contesté yo haciendo lo mismo. Pronto fuimos dos puntos de oro líquido a punto de ser devorados por el horizonte.