12/11/13

Vamos al chino a por chuches, dijo Mireia al volver del colegio. Pasamos junto al terraplén que utilizamos a veces como atajo para ir a la avenida de Europa, pero vimos que estaba vallado. Papá, han cerrado la montaña de la suerte. Nos quedamos los dos mirando la alambrada sin saber qué decir. Hace un año, subiendo con ella, me llamaron al móvil para decirme que había ganado un concurso literario. Recibí la noticia a mitad de la cuesta, haciendo equilibrios para no caerme mientras mi hija observaba los gestos de euforia que hacía con el brazo libre. Desde aquella vez comprendimos que utilizar ese camino atraería a las cosas buenas. Ya sin ella, tomé otras veces ese atajo deseando que el teléfono sonara o que al llegar a casa hubiese una gran noticia esperando en el buzón. No hubo más señales. El destino y su cuentagotas decidieron clavar la chincheta en otro sitio. Tras la tristeza de comprobar que ya nunca podríamos volver a subir nuestra montaña, caminamos sin decir nada hasta el chino. Mireia se colocó frente al expositor y comenzó a abrir los cajones de plástico. ¿Te sujeto el plato? No, lo hago yo. Con unas pinzas fue colocando los dulces de colores en un montón, a la manera de un buffet libre en un establecimiento que quizá no pertenezca a este mundo. El dueño tiene dos hijos. El pequeño lleva el pelo rapado, pero con una pequeña coleta a la altura de la nuca que le hace parecer un torero en miniatura. Sobre el mostrador había una caja de billetes de papel de azúcar. Mireia dijo: quiero este. Con la mercancía en la mano volvimos a casa. En algunos libros que tengo en la librería del salón aseguran que un hombre se convierte en héroe gracias a un viaje. Quizá el mío fue subir una montaña contigo, Mireia. Toma, muerde. Me dio un trozo de su billete de quinientos euros de color rosa. Un padre y su hija masticando dinero una tarde de noviembre. A nuestra espalda, juraría que la montaña de la suerte nos miraba con cierta envidia desde su jaula.