12/11/13

El hombre que eyacula flores sale silbando del centro comercial, se encuentra conmigo y me dice: sólo tú puedes contar mi historia, quieren acabar conmigo, debes ayudarme. Y yo le miro y le digo que escribo mal y que no sabría glosar su cruzada con la grandeza que requiere, pero el Homero de porexpán que vive dentro de mí me da un empujón de vamos, venga, tú puedes, eres la última esperanza del hombre que eyacula flores y hace carraspear a los presentadores de las noticias y a los sebosos dueños de hectáreas olímpicas donde cultivan humo y excrementos de pájaro que luego venden como oro. Camina tras él romanizando el mundo a la inversa, quemando religiones y alfabetos, derribando estatuas, volteando mapas y océanos para que las bestias que viven en ellos proliferen de nuevo y construyan un mundo sin geometría, una civilización boca abajo en la que empezar de cero. Me pongo a temblar. Desearía ser canoa, globo, simplemente una excusa que se colara por las rendijas del aire acondicionado o de un sombrero que se aleja disimulando sobre la cabeza de alguien. El hombre que eyacula flores va acompañado de un ejército de monos que pintan el aire para él, otros tocan tambores y también los hay que lanzan preguntas a los niños en vez de caramelos. Debo fijarme mucho para que no me engañe: a veces parecen pantallas de un videojuego, pero es real, avanza, las flores son tocables y huelen a la primera vez que uno vio todo, a columpios que nunca se oxidaron, a las monjas que me enseñaron m, n y ñ, Sor Margarita con aroma a naranja, mis banderas en un cielo sin ficciones que se abre como los regalos. Contaré tu historia, le digo por fin, sea. Abandonamos el centro comercial y tomamos la circunvalación mientras anochece. Cantamos sin cesar el himno de cualquier gloria que nos parezca mientras el horizonte se llena de lirios, magnolias, carnosas dalias amarillas y diminutas flores de té nacidas con el objetico de hacer llorar de alegría a quien quiera.