6/11/13

Una máquina de tabaco también puede ser una máquina del tiempo. Lo digo porque esta mañana, mientras metía las monedas, empecé a tararear una canción cubana que después no se me fue de la cabeza. De vuelta a casa seguí la interpretación vocal alternando sonidos de trompeta con otros que querían ser piano y que dieron paso a variaciones incoherentes cuando, de pronto, me encontré dejándome llevar por la luz entre los árboles y la sensación de entrar en un sitio desconocido pero amigable. Resulta desconcertante caminar por una ciudad pero estar en otra. Me trasladé a La Habana y, no contento con la perversión espacial, comprobé que era 1988 y estaba tumbado en algún lugar de Playas del Este junto a la hija de un médico que tenía los ojos oscuros y grandes. Las estrellas de aquella noche tenían un voltaje especial. Quizá la prueba de que existía un ser supremo con conocimientos de electricidad, un viejo tramoyista de teatro manejando unas luces pulcras y bien intencionadas para la escena. No recuerdo el nombre de la chica ni tampoco mucho de su aspecto, sólo que su voz era dulce y que contaba, con entonación musical, lo que tenía que hacer su padre para mantener a su familia con un sueldo muy precario. Hablamos de la isla y de cosas que tampoco ahora podría asegurar. Cuando fui a besarla aparecieron unos focos de linterna sobre nuestros cuerpos. Los haces de luz se acercaron y comenzaron a explorar nuestros rostros que intentábamos tapar con la mano para evitar el deslumbramiento y saber quién los causaba. Eran dos policías de paisano que inmediatamente nos pidieron la documentación. Yo le dije que era extranjero y que tenía el pasaporte en el hotel. Ella no llevaba la documentación encima. Se puso nerviosa. Intenté tranquilizarla poniéndome en pie y hablando con aquellos hombres. Eran más bajos que yo. Aproveché instintivamente mi ventaja para hacerles ver que no había ningún problema. Sólo estábamos hablando, dije, no creo que esté prohibido. Me dijeron que la chica no podía estar allí. No hubo más explicaciones. Vi cómo se la llevaban en un coche blanco y muy cuadrado, como los que se veían en Europa del Este durante esos años. Me quedé sólo. Parece que el electricista supremo advirtió el cambio en la escena y rebajó la intensidad de las estrellas. Daría lo que fuera por ver qué cara puso mientras su mano accionaba el interruptor. La película fundió a negro lentamente mientras me alejaba por una calle que olía a pollo muy especiado y en la que se escuchaba el sonido de una canción escapándose por una ventana.