28/11/13

Todos tenemos un idiota dentro. Dependiendo del día lo mandaríamos a un internado militar para que aprendiese un poco de disciplina. Le llevaríamos en volandas y sin maleta cuando se pone a cantar anuncios de la tele, como ese de la lotería. ¿Para eso hemos leído tantos libros, idiota? ¿Para acabar así? El idiota interior es complaciente. No descree de nada. Todo parece alimentarle. Escucha a los políticos como si fuesen enviados del de arriba, luciérnagas en un bosque sin más luces que las que persigue con la lengua fuera. Llega la Navidad y el idiota revisa sus disfraces. Sale a comprar el pan con el de reno. Debe vigilar con los cuernos para no tirar todas las bolsas de patatas del chino. Los niños de la zona festejan su presencia con escupitajos y patadas voladoras que aprendieron en sus videojuegos. El idiota se enamora fácilmente de casi todo. Confunde la niebla con la polución. Se emboba frente a horizontes manchados y cuando se lo dices se pone triste como una mater lacrimosa de madera. Mi idiota colecciona palabras en un frasco. Por las mañanas lo agita antes de desayunar y luego lo vuelca. Casi no hay que hacer nada. Las palabras se buscan unas a otras, dan vueltas como en las rebajas, dicen contigo no, dicen tú al final, no quiero saber nada de pronombres posesivos. Lo dicen en voz baja (según él en su idioma). Mi idiota mira el espectáculo mientras desayuna. A veces lo confunde con Roma y a él con un Julio César que adiestrase legiones apostadas en la mesa de una cocina junto a lagos de café frío que tiemblan.