11/11/13

Escribir es creer que existen los confesionarios. Inventar una religión y después construir una iglesia amistosa. Quizá sea eso. Que las manos se glorifiquen con el yeso y los clavos. Buscando un perdón que no existe. Miro al oficiante y también soy yo. Nos unen las palabras como un collar robado, o una yunta para avanzar con el otro, el que decide por aquí o por allá.

No hay nada más vanidoso que la tristeza. El tocador de la tristeza con sus frascos, su una vez en Paris, su Roma haciendo círculos, el huracán amaestrado de lo que se fue. Deberían existir cines personalizados de una sola butaca. Películas tiernas y condescendientes que te dijeran que no lo has hecho tan mal. En la sala vacía habría reptiles que se moverían despacio. No fue culpa tuya. Y vaporizadores que te recordasen las mejores épocas de tu vida en su catálogo de olores. ¿Para eso inventamos?

Las palabras acaban perteneciendo a los dedos y después a los ojos de los desconocidos que para sí las guardan asintiendo o con envidia las dejan caer al vacío: me nombran sin conocerme, bajan hasta donde los secretos, hasta donde yo no podía ni sabía: deben morir.

Resulta perjudicial insistir. Dejamos hormigas disecadas en desiertos blancos. Cuidamos la puntuación como el que riega de sal un pescado. Las palabras. Anemómetros de papel en el país de los ciclones. Nos espera un pasillo que se bifurca en muchos. La plebe de la muerte grita tu nombre. Aunque sea lo último que hagas te sientas y escribes. La muerte te llama por todos tus nombres. Te conoce más que tú a ella. Cometí muchos errores. Mi sintaxis fue precaria. Un escritor es una visión del mundo, leí en ese folleto, una visión de esto que ahora te participo a ti al recibo de la presente es lo que soy: moderador en un coloquio de suposiciones, presentador con smoking prestado en la gran gala de los adverbios de lugar.