16/11/13

Dolor elevado a equis igual a Dios. Empezó vendiendo seguros a domicilio por Castilla La Mancha. Iba en un Peugeot 205 gris metalizado. Agarraba el volante por arriba, las dos manos juntas, gesto que le hacía parecer un pájaro grande con las alas plegadas y los ojos incrustados en la carretera. Era un buen vendedor. No me refiero a lo de poner el pie en la puerta y forzar la sonrisa. Tenía una puesta en escena creíble. Se colocaba en el umbral como un aparecido y a los pocos segundos ya estaba irradiando una energía que desactivaba los mecanismos de defensa del dueño de la casa. Les hablaba de la vida, del camino, decía cosas como “luz prodigiosa que no se apaga nunca”.

En Madrid estaban contentos con él. Las pólizas crecían y pronto fue nombrado director regional. Se casó a los veintitrés. La noche de bodas fue corta. Ella se desnudó con la luz apagada. Después se metió en la cama y dijo: ya estoy. Tuvieron un hijo, después otro, hasta nueve. Un día le invitaron a comer en una mansión de las afueras. Había copas altas con filo dorado alineadas en una mesa larga y bandejas con pato en salsa. Una mujer cantó lieders de Schumann. Un hombre le tomó del brazo y le condujo a la biblioteca. Vas bien, vas bien, le dijo con una voz amaestrada. Ambos sentados en dos butacas Chester enfrentadas junto a una chimenea. Dos golpecitos en la rodilla. El susurro del fuego. Vas a subir. Todos confiamos en ti.

Los años siguientes fueron buenos. Los niños crecían. La casa se llenaba de todo eso que odia el silencio. También de luz. Era grande pero sin lujos. Camas sobrias, alfombras gruesas pero discretas, sillones que podrían ir a una guerra y volver. Una vez a la semana su mujer y él dormían en el suelo, uno a cada lado de la cama. Buenas noches, Virginia. Buenas noches, Carlos. Él se daba la vuelta y antes de cerrar los ojos hacía recuento de su jornada buscando la equis a la que elevar el dolor que le conduciría a Dios. En pleno repaso llegaba el sueño y le decía: otro día.

Pasaron los meses y le invitaron a jugar al golf una mañana nublada. Él se limitó a caminar despacio junto a un hombre de ochenta años y gafas de montura dorada que a cada cuatro o cinco palabras recolocaba con un toque de su dedo índice sobre el puente. Le propuso crear su propia compañía de seguros. Habría inversores, gente importante de la Obra, podía estar tranquilo. Llegó a casa y se lo contó a su mujer en la cena, mientras el último gajo de mandarina bajaba por su esófago. Ella sonrió desde el otro extremo de la mesa con la vista baja como una Virgen flamenca.

A pesar de la crisis la empresa arrancó bien. Pronto tuvo cuatrocientos empleados por todo el país. Cada mañana iba a trabajar en un coche muy parecido a con el que recorrió Castilla La Mancha en los ochenta. La compañía se regía con austeridad. Ningún directivo llevaba reloj ostentoso ni camisas caras con gemelos. Los consejos se hacían con sándwiches dispuestos sobre platos de plástico y botellas de agua mineral. Durante estas reuniones le gustaba llevar el cilicio en el muslo derecho, una pequeña superstición que arrastraba desde hace muchos años y que creía darle suerte en los momentos importantes.

Un día sucedió. Su secretaria se sorprendió de que la puerta de su despacho estuviese cerrada con llave estando él dentro y sin ninguna cita apuntada en la agenda. Intentó forzarla pero no pudo. Llamó al responsable de mantenimiento que con un destornillador pudo abrirla. Sólo hizo falta entornarla para ver su cuerpo suspendido del techo por una cuerda. No se balanceaba. Una estatua con las manos abiertas que seguía preguntando por una equis.