15/11/13

De pequeño tenía un coche fúnebre teledirigido que hacía chocar contra las paredes de su cuarto. Jugaba con él en invierno. Cuanta más nieve caía más giraba en círculos buscando un cliente o cementerios invisibles escondidos entre las patas de los muebles. Los militares extranjeros con barba de cinco días lo miraban con asco desde sus jeeps. Su idea de la muerte no pasaba por el romanticismo enfermizo de los féretros brillantes ni los arcones imponentes sobre los que descansan coronas de flores que tiemblan en los baches. Quizá influyera la envidia, quién sabe. En días como hoy se acuerda de su pulida carrocería color chocolate y la veracidad de sus crespones que al abrir el portón trasero alisaba con la yema de su dedo índice, muy despacio. Haría lo siguiente: 1) miniaturizarse hasta su escala, 2) abrir la puerta y conducirlo en busca de días de su vida que permanecen boca abajo pero respirando todavía, 3) atravesar lo que fuera para encontrarlos: noches de cielos tan bajos que aplastarían el aire contra el techo, autopistas con moteles abandonados y explanadas llenas de carteles luminosos que en vez de marcas comerciales o figuras de vaqueros moviendo el brazo representaban preguntas imposibles de contestar. Al llegar diría: perdón, creo que me dejé aquí un abrigo, una bolsa, no sé. Al pensar el plan siente la necesidad de apuntarlo todo, hacer un esquema o una lista para no olvidar nada de lo que tendría que hacer cuando llegase a esos días señalados. Viajar. Repite la palabra varias veces para si hasta que se confunde con el nombre de un mineral o el de un dios del norte con un hacha de plata. Quizá sea lo que le espere donde acaba el camino: un golpe seco, su cabeza rodando en el aire como un aspersor de chorros de sangre que obedecen a la fuerza centrípeta.