29/10/13

Volcábamos las sillas del comedor y hacíamos un coche. Mi madre decía: ¿adónde vamos hoy? Ya no me acuerdo qué le respondía yo, sentado en el respaldo de madera torneada y con la cabeza apoyada en el asiento. Casi nunca hacía los gestos que hacen los niños al conducir, agarrando un volante imaginario y moviéndolo bruscamente mientras la boca hace el ruido del motor. Me quedaba quieto e imaginaba de verdad el viaje. Intentaba trasladarme con todas mis fuerzas a otro mundo mucho más allá del comedor de casa, uno en el que no existieran lámparas de araña con cristales en los que la luz se dividía en tantas partes que después había que pasar un buen rato separando los colores y hasta reconociendo la estación del año según su intensidad. Mi madre lo sabía y me dejaba espacios libres para imaginarlo. Ve, no pasa nada, yo estaré aquí. Me enseñaba a jugar como el que respeta a alguien que en vez de brazos tiene otras extremidades más insólitas pero muestra la delicadeza de no recordárselo a cada minuto. No sé si será por eso que nunca me saqué el carnet de conducir. Nunca me interesó el volante sino el viaje, esa autoconducción que realiza la mente cuando nos lleva a un lugar en el que nunca hemos estado.