29/10/13

Una voz decía: aquí Radio Intercontinental, Madrid. La reverberación de esa voz era similar a la imagen en blanco y negro de la torre de la RKO que salía antes de muchas películas de esa época. El locutor parecía ponerse en guardia ante una inminente invasión alienígena de seres con cuerpo de crustáceo y cabeza que disparaba rayos láser; pero, ¿quién querría invadir una ciudad tan rancia como aquella? Mi madre cosía al lado de mi cuaderno Centauro de tapas azules y hojas cuadriculadas. Era otoño. La casa comenzaba a comportarse como todas las casas cuando llega el frío: los cimientos se estremecen haciendo crujir el silencio como crujen ciertas galletas al partirse en dos. Mi caligrafía era inmune a los sobresaltos de los consultorios radiofónicos en los que las oyentes se hacían llamar Piscis de Salamanca o Una buena amiga desde Cádiz. Todas con sus problemas de cartón piedra leídos por la voz meliflua de la señora Francis. Nadie era homosexual. Ninguna mujer abortaba. Ningún marido maltrataba. Nadie confesaba estar harto de una vida tan miniaturizada que hasta la simple visión de una mosca te hacía llorar. El Jefe del Estado escucharía también la radio en su mesa camilla de oro, mojando bizcochos en el café y presintiendo el comienzo del invierno como una serpiente negra enroscada en los cimientos de su palacio.