5/10/13

Cuando enciendo el televisor aparecen personas que me animan a que haga cosas. A veces cierro los ojos mientras oigo sus voces. Lamento haber recibido una instrucción audiovisual que me lleva a pensar que esas presencias son humanas y no señales electrónicas que se cuelan en mi casa. ¿Por qué? Muchas de esas señales se dirigen a mí como si me conocieran. Se disfrazan de familiares cercanos, de amigos que hubiese tenido una vez pero que por obra de un encantamiento permaneciesen ahora en otra dimensión que desconozco. El sistema se basa en mi interacción. Debo asentir. Debo actuar. Para que todo funcione tengo que aceptar la ficción. Compraré. Me sumaré. Callaré. Creeré.
Recibo un catálogo en mi buzón con fotos de televisores. Parecen más delgados que el mío y de pantalla más grande, pero cuestan mucho menos de lo que pagué por el que tengo. Mirándolos pienso que hay una estrategia detrás. Si las imágenes que veo son de mayor tamaño tendré más probabilidades de creérmelas. Estarán más cerca. Cierro el catálogo y apago el televisor. Cuando la pantalla se queda en negro se parece a la muerte. Poso mi mano. Debe ser así: ya no hay vida pero durante unos minutos sigue desprendiendo calor.