30/9/13

Ya no sé si me recuerdo diciéndomelo en el sueño o quizá a otra persona de la que poco sé y cuyo aspecto no podría describir ni tampoco la razón de su presencia junto a mí en un juicio cíclico y obsesivo que empezó hace más de veinte años en otro continente e incluso diría que en otra vida. Lo cierto es que la nitidez de la frase perduró como si estuviese esculpida en un bloque de granito brillante suspendido en el aire. Dije: Algún día contaré la historia del cangrejo azul. Puede que estuviese asomado a la terraza de madera de aquella cabaña en Costa Rica. Que nadie me pregunte por qué, pero lo hice. Cogí una piedra, plana y pesada, y la dejé caer sobre un cangrejo azul que se arrastraba por el suelo. Estaría a cuatro metros del animal. Su caparazón contenía un extracto comprimido de toda la belleza que me había sido asignada. Pero sólo lo supe cuando la piedra obedecía a la gravedad y se dirigía a hacer su trabajo. En el breve mientras tanto (esas décimas de segundo que tardó la muerte en llegar) sus patas se movían en una sinfonía insoportable para mi sensibilidad envidiosa. ¿Qué otra razón me llevaría a semejante asesinato en una noche de luna inmensa junto al mar? El alcohol empujó. Pero era yo. Fui yo. Y lo sigo siendo cada día que pasa y me veo atado al recuerdo de las tripas del bicho estallando, vísceras blancas para ensuciar un corazón que cada día que pasa huele más a pozo. Tras la infamia me escondí en la playa. Seguí bebiendo ron a morro con un amigo. Era dulce y caliente. La botella rebotaba la luz blanca del cielo como si lo hubiera hecho siempre o en su destino anticipara esa función como antesala a la embriaguez.
No se puede regresar. Los viajes inversos sólo se dan en la franja interior de los sueños cuando una mano nos acaricia a contrapelo y nos dice al oído: Algún día contarás esa historia y después todo desaparecerá.