29/9/13

Para acabar esta trilogía improvisada sobre fotos que conservo (por azar) de mi madre en otro tiempo, llega ahora esta cuya calidad en apariencia es mala pero que me lleva a recordar escenarios paralelos a los de La caza, película de Carlos Saura que siempre que veo asocio a situaciones que no me pertenecen pero que forman parte de mi vida. Quizá sea eso la ficción: ropa prestada que acabas por hacer tuya a fuerza de apartar la vista del engaño. Esta foto tiene para mí la misma sequedad y a la vez la misma profundidad que muchas escenas de la película, aunque hable de otros protagonistas y quizá de otra violencia muy distinta, esa que sentía cuando de pequeño iba al campo los domingos y tenía que combatir el aburrimiento perdiéndome por caminos de monte seco llenos de piedras que me llenaban de polvo incluso más allá de la piel. Cierro los ojos y recorro sin moverme el espacio que me separa de ese tiempo: un coche blanco, una manta escocesa de cuadros rojos que flota como un pez de aire que buscase su lugar en un mundo que ya no es suyo, el polo Fred Perry color vino que llevaba mi padre, el olor del tabaco que fumaba tan despacio, la calma entre los pinos, la riada de otros que transitaban las mismas carreteras en busca de una felicidad momentánea y tan radiante como su realidad les permitiese creer.
A estas alturas la retórica vería con buenos ojos una licencia tan dulce como falsa, una mirada condescendiente al pasado que dejara claro que aquel tiempo fue de mejor calidad que este, construido quizá bajo estándares cercanos a la orfebrería en vez de a la fabricación asiática de este. Pero sería incierto. La bondad de lo que se fue es tan ilusoria como la de lo que nos toca vivir en cada momento. A su favor sólo tiene la terquedad de los instantes que se quedan grabados en una piedra de ámbar que después conservamos en una mano cerrada con fuerza; o en la cara oculta de un planeta que jamás llegaremos a perturbar con nuestra presencia.