27/10/13

Apostamos cinco euros a Restinga, el caballo número once de la tercera carrera. Hacía sol y la hierba de la pista parecía un aeropuerto para aviones de madera. Me acordé de Bukowski. Ninguno de los que estaba en la grada se le parecía. Había familias con prismáticos y hombres fumando puros en un intento de escapar de la realidad por una rendija para vivir una mañana de ficción. Bukowski no tenía un sistema para apostar. Su locura y su aburrimiento le decían nombres al oído. Imagino que iba al hipódromo de Inglewood como el que va a comprar el pan, casi un acto fisiológico que te permite observar la condición humana sin involucrarte. Hacía sol, como he dicho, y eché de menos algo, una presencia, el soplo de una sombra que ya no está en este mundo y de la que sólo quedan papeles encuadernados en el estante de una librería que el tiempo amarillea con paciencia. Somos menos que el barro que levantan los cascos de los caballos antes de entrar en la meta. Encima Restinga no ganó. Cinco euros a la basura. De vuelta a casa no dejaba de pensar en mi queridísimo escritor muerto y en el estado en que se encontraría hoy su calavera.