13/8/13

Esta noche pensaba en el hombre que vi morir ayer en la playa. Me venía una y otra vez la imagen del brazo yacente, el esparadrapo en la muñeca y sus dedos rígidos apuntando al mar. Hablando con Nuria me dijo algo que no sabía, algo que ella vio y que después no pudo resistirse a contarme. La necesidad de hacerlo, muchas veces, sobrepasa los límites de nuestro pudor. Contando hacemos que lo sucedido vuelva una y otra vez, pero también actúa de centrifugado emocional que nos permite volver a un punto seguro desde el que seguir viviendo. Las palabras mienten a la vez que confirman. Sus esculturas quedan ahí y sobreviven a las tormentas. Me dijo que su mujer llegó acompañada de dos policías. Ya le habrían comunicado la noticia minutos antes en una terraza cercana a la que le recomendaron retirarse mientras intentaban salvar a su marido. Allí le sirvieron un vaso de agua sin que ella lo pidiera. Imagino su rostro, los dedos sobre la mesa, temblando. Desde la ventana vería el mar como un enemigo, como un inmenso perro líquido de presa que ahora permanecía indemne tras el zarpazo. Cuando se produjo la muerte, uno de los agentes le dio la noticia posando la mano en su hombro. La presión leve y constante de sus dedos ayudaría a calmarla e ir haciendo que las palabras fueran asimiladas en fila y no en tropel o creando grumos peligrosos que propiciaran su derrumbamiento. Después llegaron a donde estaba ya el cuerpo sin vida de su marido y ella se inclinó de rodillas a la altura de su cabeza tapada por la sábana de plástico y le abrazó para despedirse de él. No fue una escena a la italiana en la que la mujer rompiera en desgarrados gritos de dolor. El hecho de que supuestamente fuera francesa ayudó al comedimiento. Dice que fue una despedida corta, más un gesto simbólico que actuara como último adiós. Cuando se incorporó de nuevo un agente de policía le acompañó unos metros de nuevo hacia la terraza: su mano derecha empujando suavemente el hombro derecho de ella, sus pasos intentando acompasarse a los de la mujer, con la dificultad añadida de darlos sobre la arena y parecer tambaleantes y aturdidos.
Esta mañana recorría de nuevo la playa intentando reconocer el punto exacto en el que sucedió todo. Reconozco que no fui capaz. Nada me indicó que fuera exactamente allí y no en otro sitio. Nada recordaba ya que la muerte apareció hace unas horas por allí para hacer su trabajo y después desaparecer limpiamente como hace siempre. Su carácter invisible quizá le otorgue más tragedia. Ahora estoy, ahora no, parece decirnos con su baile inconstante y sus pasos de puntillas (de bailarina con cara de vieja) que ni en verano cesan en ningún lugar.