14/8/13

La muerte del bañista francés sigue coleando en mi cabeza, aunque parezco ser el único impresionado de toda la playa o el que el destino hubiese elegido con dedo caprichoso para guardar su memoria y revolver torpemente entre los restos del plato. Esta mañana los adolescentes jugaban al boley entregados a su propia eternidad. Las madres procuraban que sus hijos no se rebozaran mucho en la arena. Los viejos leían el periódico o descansaban la vista en el infinito que queda libre en la minúscula franja de horizonte que hay entre los yates y el cielo. ¿Qué hacía yo mientras? Practicaba un tétrico pasatiempo de verano: pensar en la muerte. Visto desde fuera no debía dar esa impresión. Llevaba un bañador rosa de G-Star y mi piel estaba razonablemente morena. Visto desde cualquier otro cuerpo no resultaba sospechoso ni daba la impresión de estar excavando para localizar el sismógrafo de las emociones que despliega la muerte. Si mi fe religiosa fuese más solvente todo esto se reduciría a la resignación. Si además de solvente fuese portentosa estaríamos hablando de un sentimiento de alegría por el hecho de que uno de mis congéneres está disfrutando ya de la vida eterna. Como mis principios son más terrenales debo conformarme con el barro del fondo del pozo, ese que lleva en suspensión una gruesa capa de dudas. ¿Y si la muerte solo fuera un simple sistema natural de ordenación demográfica? Esta teoría imposibilita las acrobacias de los estrategas celestes y nos remite a un software biológico que apuesta por la sostenibilidad de la especie desde hace millones de años. La versión clasicista nos llevaría a una muerte personificada en oscuras siluetas con guadañas o dioses con perros que van en barca como en un ferry de mal gusto. Ni la una ni la otra me convencen. Narrativamente tienen excelentes posibilidades pero carecen (para mí) de la emoción necesaria. Aunque creo que las disciplinas empíricas tienen las de ganar: la física es implacable, el peso de un cuerpo en el agua tiende a hundirse. A partir de este supuesto podemos llorar o ser precavidos, o hacer como yo esta mañana y aparentar que tomas el sol y que tus preocupaciones no van más allá de que el sol no te queme o que tu hija pequeña no deje las palas en la orilla a expensas de la voracidad de las olas.