18/6/13

La memoria de una ciudad son sus edificios. Por eso la de Madrid es ecléctica y tiende enseguida al olvido y a la superposición, dando fe así del espíritu de los que vivimos aquí. Las ciudades contenedor van aumentando de tamaño sin pensar en las consecuencias. Los criterios estéticos se relegan a la funcionalidad. El objetivo es caber. Hay ciudades uniformes como Venecia o Barcelona en las que nada más llegar sabes que te rodea una idea invisible que lleva mucho tiempo vigilando las calles y recorriendo cada plaza como un policía de dibujos animados que gira su porra en el aire. Hay un nacionalismo inocuo de piedra, hierro y madera que da forma al espacio colectivo. Algunas ciudades alcanzan el privilegio de un idioma propio, una lengua basada en la quietud y en la contemplación inevitable que realizan unos edificios a otros, comparándose y quizá preguntándose en silencio qué épocas vivieron, qué veranos desconocidos, qué disparos, qué gritos o qué fiestas tuvieron lugar al pie de sus aceras o entre sus muros. Al final, esa herencia inmóvil la acaba pasando a limpio la Historia, aunque con letra muy pequeña y en hojas que perseguimos a la carrera tras el viento. Las ciudades solo nos prestan su escenario durante un tiempo: esa es su misión. Cuando parpadean -cuando el cemento cede por un instante en su fortaleza para imitar nuestra fragilidad-, ya son otros los que las habitan.