24/5/13

Mi segundo día sin pan está transcurriendo tranquilo y desangelado, con ráfagas ocasionales de nostalgia al pensar en él como en un amigo al que tienes que dejar de ver porque no te conviene, pero con el que has pasado muy buenos momentos. La única diferencia es que no conservo fotografías posando junto a una baguette en la nieve ni en una fiesta del pasado abrazado a una hogaza. La culpa es mía por ir al médico aquejado de un dolor de espalda que creí que se solucionaría con antiinflamatorios y algo de calor en las lumbares. Me preguntó que si hacía deporte y le dije que no, que casi todas mis aficiones se podían llevar a cabo en posición horizontal. Después me explicó una teoría sobre la fuerza que tiene que hacer la columna vertebral cuando hay sobrepeso. Lo ilustró con un boli bic que sujetaba con el pulgar y el índice mientras yo ponía cara de estar en clase. Conclusión: tengo que reducir todo lo que produzca azúcar, empezando por el pan, la pasta, el arroz o las deliciosas patatas fritas. Quitarle el pan a alguien es un signo de crueldad. Es la metáfora del trabajo, es lo más sagrado y a la vez lo más básico. Ahora, cuando pase por una panadería tendré que aguantar la respiración para no volverme loco con el aroma cálido y entrañable que sale del horno. Es terrible que haya que obrar contra el espíritu para que el cuerpo continúe.