21/5/13

La Virgen del Rocío tiene un despacho muy pequeño al que se accede por una puerta camuflada con una bandera de España, de mástil dorado, que preside uno de los laterales del despacho de la Ministra. Dicha puerta siempre está cerrada con llave desde el exterior y cuando algún curioso pregunta qué hay tras ella, la Ministra sonríe y dice que allí vive el fantasma del anterior Ministro. La Virgen echa de menos la blancura de su Ermita de Almonte y la luz calmada del sur, que nada tienen que ver con la nitidez y hasta en ocasiones la antipatía de la de Madrid, que tiene que soportar recluida en ese habitáculo con un archivador viejo que chirría al abrirse y en el que duermen papeles que nunca llegará a comprender muy bien. Como se pasa casi todo el día sentada, echa de menos la falda acampanada que le pusieron a finales de mil ochocientos y que ahora le permitiría mayor movilidad. Para rigidez ya le basta con el verdugado y el armazón cónico de aros y la gorguera; y hasta las mangas, ajustadas con vuelillos de encaje y enriquecidas con esas franjas de pasamanería tan incómodas cuando tecleas en el ordenador. Cuando la Ministra pulsa su interfono, la Virgen sabe que tiene que personarse ante ella. Al principio esperaba la llave girando en la cerradura para levantarse, porque sabía que la Ministra agradecía en cierta manera la ceremonia. Con el tiempo decidió que era mucho más sencillo atravesar la pared y aligerar así el trámite de asuntos pendientes de los que debía cuidarse. Las cifras macroeconómicas le resultan ajenas, y más cuando la Ministra las lee de corrido mientras sujeta una patilla de sus gafas de cerca y pone esa cara de que se acababa el mundo. Una vez transmitidas las órdenes, vuelve a atravesar la pared y se recluye en su despacho. El sonido del aire acondicionado la pone nerviosa y le hace echar de menos la brisa húmeda de las marismas. Por las noches, cuando la Ministra ya se ha ido y solo se oye el motor de la aspiradora que se desliza por la moqueta, la Virgen abre la ventana con la esperanza de poder ver a lo lejos el brillo de una campana, un reflejo limpio del mar o el destello de la luna en el cuerpo redondeado de una guitarra.