20/5/13

Nacemos a medias. La carne, despedida de otra, rueda por el mundo expuesta a la luz cruda. Hace ruidos extraños al moverse, como el monólogo de un tanque volcado en la nieve. Maldice con los baches y echa de menos flotar en ese estanque amniótico en el que nadie la miraba. Caminamos con un ojo cerrado. Damos vueltas. Comprendemos el punto de vista de las serpientes y aprendemos a pensar como ellas. Hasta que llega otra carne. Es la misma materia, pero parece el Hermitage. Brilla. Es suntuosa. Resbala a nuestra avaricia elemental. Para que ocurra hay un salto con pértiga del tiempo. La curva trazada dura años, pero más tarde se recuerda como una vuelta de cucharilla en el café. La mitad nonata llega a la vida como una caravana de circo a un pueblo que nunca tuvo fiestas. Nos abre el ojo que estaba cerrado. El horizonte se desdobla como una sábana, y con él, el resto de piezas de la vida que estaban plegadas. La otra carne sonríe mientras nos alisa la ropa y, al hacerlo, las bolitas de naftalina que crecieron con los años salen disparadas al cielo y luego explotan en racimos de luz muy lenta para que las veamos desaparecer.