22/5/13

José María Aznar está delante del espejo del baño. En la palma de su mano izquierda hay un montículo blanco de espuma de afeitar con extracto de sándalo que, habitualmente, iría directo al bigote y después sería repartido por todo el rostro. Y lo haría como lo hace siempre, sin prisas, y formando una capa homogénea que después la maquinilla pueda segar sin sobresaltos. Por la ventana abierta del baño se cuela el rumor de los aspersores que llevan girando desde hace rato. El resto de la casa es quietud. Incluso la voz que sale de la radio parece saber que el ex presidente está a punto de realizar un rito diario para el que requiere gran concentración. Cuando un hombre se afeita aprovecha para poner en orden su futuro: del resultado final dependerá que el destino se cumpla o no. Pero hoy la mano no ha viajado directa a posar su cargamento sobre el labio superior. Hoy ha caído sobre el pómulo derecho y después, haciendo círculos, ha descendido a la barbilla y a la parte alta del cuello. Con la cara rasurada, salvo la sombra negra del bigote incipiente, deja correr el agua para que salga muy fría. Después, con las manos haciendo cuenco bajo el chorro, acerca la cara y siente los poros cerrándose de golpe y a la vez. Siente el tejido grueso y suave de la toalla que, por un momento, le envía a un estado interior confortable y solitario que más tarde le mostrará exactamente al hombre que quería ver frente al espejo. Sonríe. El destino se cumplirá.