8/5/13

El amor es un mueble isabelino que se vende desmontado y sin instrucciones. Asusta no tener la partitura delante para ir encajando. Nos dejan en medio del salón de baile de un palacio con la caja abierta. Sobre la chimenea, un reloj de arena marca el tiempo que nos queda para completarlo. Estamos solos. Una intuición nos dice que corramos en busca de referencias, modelos, bases. Nos obliga a que copiemos sin pudor del natural hasta que seamos capaces de hacerlo con las manos atadas. Con un ojo besamos y con el otro miramos por dentro buscando la referencia antigua que nos impusimos un día de cómo sería nuestra apariencia sentimental: en qué caballos montaría, qué visiones alcanzaríamos al ponernos de puntillas frente a la mullida tapia del paraíso. Llegado el momento, palpamos la consistencia de lo sentido como el guerrero que descubre con histérica alegría que ninguna flecha atravesó su armadura. Nos enseñaron que nuestros corazones piden pan y música pero no nos enseñaron a fabricarlo ni a tallar flautas ni a posar los dedos de tal forma que el sonido traspase la frontera de la indiferencia y se adentre en bosques propicios donde consumir sin mesura los frutos que penden de sus árboles. Hablaron del coraje. Nos pusieron ejemplos, y otros los encontramos rebuscando en puestos de segunda mano que escondían objetos brillantes y películas descatalogadas que hablaban de historias que difícilmente podríamos vivir salvo en su recuerdo. Nos quedamos presos del todo o nada como única subsistencia, sin saber que después construiríamos nuestra casa en medio de la franja inabarcable que se extiende entre esas dos palabras.