7/5/13

Nos cuesta transformar la información en opinión, y no hablo solo de la realidad social sino de la compleja galería de asuntos que componen nuestra vida privada. Necesitaríamos, quizá, tertulianos especializados en las cosas nimias que nos suceden y a las que, abrumados por lo exterior, no concedemos importancia. Estos opinadores deberían debatir en nuestro favor si estamos lo suficientemente preparados para entender el hecho de que estemos aquí o si la actitud desentendida y superficial que mostramos nos podría perjudicar a largo plazo haciendo que nos encontrásemos un día con una vida prescindible y sin remisión. Tras observarnos a diario se pronunciarían sobre la necesidad de que diésemos besos más largos, de que pronunciásemos palabras más rotundas o de que al dar la mano a un desconocido ejerciésemos una presión más reconociblemente humana que nos hiciera dignos de su compañía, y no pasar por peces fríos que viven absortos en las minúsculas maravillas de sus jaulas. Los debates serían largos y acalorados porque siempre hablarían más alto nuestros detractores que, fotografías y grabaciones de vídeo en mano, nos echarían en cara nuestras heroicidades de andar por casa: la vez que abrimos el buzón silbando, la que sonreímos a quien contamos como enemigo, la de cuando no hicimos caso al cansancio y continuamos andando, aquel castillo de naipes en cuyo último piso debimos contener la respiración, la vez que atamos los nervios para que no hiriesen a nadie. Quizá el veredicto final, así como la opinión del público, nos ayudaría a tener una opinión más aproximada de quienes somos.