13/4/13

Vuelvo a despertarme otra vez en sueños. Nuria me coge del brazo con suavidad cuando estoy de pie junto a la cama tratando de zafarme de algo que me tiene inmovilizado. Después vuelvo muy despacio a la consciencia sin saber a cuál de los dos mundos pertenezco. Ya está, ya está, me dice. Por dentro me quedan todavía los restos de lo que me atemorizó. Siento que mis pulmones se hubiesen llenado de arena en algún lugar que no recuerdo y me obligasen a sacudirme la camiseta del pijama. Ya está. Poco a poco regreso y lo que había en mi cabeza va dejando paso a una autopista vacía y una montaña a lo lejos. Cuando vuelvo a dormirme viajo por esa carretera desierta en un coche. La luz entra con perlas de ámbar y círculos perfectos de reflejos tostados que basculan y dejan paso a otros que les hacen el relevo en una coreografía hipnótica, como si mis ojos fuesen aparatos cinematográficos fabricados en el país de la experiencia. Pero no puedo ver nada. Parece que todo transcurra en un túnel ártico con desconcertantes inscripciones en sus paredes que me gustaría palpar con las yemas de los dedos porque intuyo que en la interpretación de esos signos está la respuesta a mis pesadillas, a los golpes súbitos que recibo cuando en mi puente de mando hay otro que decide a dónde debemos ir. A la salida otra vez la noche y sus doberman que en carrera a cámara lenta acompañan mi cortejo hacia un punto indefinido del amanecer.