5/4/13

Sigo sin saber y por eso envidio a los grandes exploradores de la Antártida: suecos, franceses, ingleses y alemanes que durante años navegaron sin saber tampoco y le pusieron nombres a costas, estrechos y mares en un intento de etiquetar lo desconocido. Muchas veces me siento como ellos sin la necesidad de tener un barco o apostarme frente a la costa de la Princesa Astrid mientras contemplo un océano helado que me lleva siglos de ventaja en cuanto a cómo comportarme ante las adversidades y el uso de la calma como única norma de etiqueta. Las mayores extensiones de mi vida tienen el mismo color y hasta diría que un tacto similar cuando cierro los ojos y me siento profundamente perdido y a merced de un viento que dirija mi vida. En esas extensiones suelo hacer balance. Saco mi flauta dulce con vergüenza, a pesar de que estoy solo, y elevo mis dudas a un cielo hermético que me devuelve la luz del fin del mundo envuelta en una interrogación. ¿Dónde voy? ¿Dónde estará mi tierra de la abundancia y sus tesoros y sus problemas añadidos y su hoguera de mapas equivocados y toda la música sorprendente que allí me espera? La nave se aleja hipnotizada por la promesa de boda que le hace el horizonte y yo me deslizo con ella hacia mi siguiente duda.