4/4/13

La percepción del tiempo sigue siendo un misterio. Lo es porque siempre va acompañada de extrañeza, de no saber qué trozo de antes fue el que vivimos ni cuánto nos separa hoy de él. Asumimos que hay porciones grandes y pequeñas, días y años, pero no dejan de ser ingenuas convenciones para intentar ordenarlo. Sabemos que todo fluye hacia delante porque así nos lo enseñaron, nada más. Faltan pruebas, señales que fijen nuestra posición en el camino o quizá un pegamento biológico que nos inmovilice en un punto para poder volvernos o hacer un giro completo y comprobar el perímetro exacto de nuestra existencia. ¿Qué veríamos? ¿Serían los dominios de un rey o más bien la panorámica de un teatro abandonado con cuervos apoyados en los respaldos de sus butacas? A falta de pruebas más sólidas nos quedamos con las fotografías, aunque solo sean testimonios bidimensionales de hechos aislados nos conforta saber que están ahí. Para alcanzar la dimensión que les falta deben pasar por la memoria y, ni aún así, logran decirnos mucho de lo que en su momento fue tan real que no hicieron falta explicaciones. Después, el río de la emotividad lo inunda todo, nos quedamos con la imagen de una niña de dos años que sonríe, una mujer que saluda a cámara a las puertas del zoológico de Berlín, alguien de espaldas un día de mucho viento, dos perros, una plaza, tus padres recién casados caminando por una calle estrecha de Sevilla. Decimos: ya no está, no puedo tocarla ni avisarles ni volver allí aunque su pelo siga brillando ladinamente y me invite a acercar la mano, aunque parezca que sus piernas vayan a dar el siguiente paso y se acerquen a donde estamos, al tiempo de aquí. Cuando dejamos de mirarlas volvemos a asegurar con certeza que tal cosa ocurrió ayer o que a los veinte años teníamos este u otro aspecto; pero el cuerpo recordado es otro, uno que fluctúa borroso en una tierra desconocida que nuestra vanidad insiste en visitar.