11/4/13

No resultó ser tan fantasmagórica como la imaginaba mi madre en ese tiempo de espera desde que el médico le dijo que tenía que estar cinco días en una habitación emplomada recibiendo el tratamiento de radioterapia. Tenía un pequeño balcón que daba a una extensión de césped y una vista de urbanizaciones que se perdían más allá de la carretera. Estaba nerviosa y más indefensa de lo que esperaba. Repetía varias veces lo mismo y me contestaba con una risa corta y aguda que me dio a entender lo que pasaba por dentro. También la vi más delgada o puede que empequeñecida por causa de la edad y los problemas que ha tenido estos últimos meses, un combate callado del que no puedo dar más constancia que mis conversaciones telefónicas con ella en las que por cobardía intentaba cruzar de puntillas las zonas conflictivas. Así se defendía ella y también yo. Viéndola así, menguada y vulnerable, la intenté recordar en otra época: más fuerte, más radiante en su ánimo e incluso trayendo del pasado su voz y hasta un intento más nítido y completo de sonrisa. Pero esa otra mujer no regresaría mágicamente por mucho que la invocara. Debía abrir los ojos y reconocer que la que tenía enfrente era mi madre, la de hoy, la que en unos minutos bebería el líquido radiactivo y se tumbaría en la cama y no vería a nadie en unos días. ¿Pensará también ella dónde se fue esa otra mujer de la que hablaba? Me despedí y la puerta se cerró. Caminé por un pasillo largo y acristalado que olía a comida recalentada. Por el camino me crucé con otros que entraban o salían de sus dramas y lo hacían absortos, alegres, aturdidos, esperanzados, inconscientes, traumatizados o felices según el punto exacto que estuviesen atravesando.