10/4/13

A los pocos minutos de que ordenaran silencio y apagasen las luces, la litera se empezaba a mover. Al principio no sabía que el que dormía en la cama de abajo se masturbaba cada noche con una puntualidad desconcertante, haciendo que temblasen todos los hierros y tuviese que agarrarme al somier por miedo a caer. Era un tipo bajito y gordo y creo recordar que de un pueblo de Sevilla, aunque vivía a las afueras de Barcelona en una casa que visité meses después por casualidad. Siempre he sentido atracción por la gente poco convencional y él reunía todos los requisitos. Los primeros días en el cuartel paseábamos juntos en esas horas en que nadie sabía muy bien qué hacer. Nos acercábamos a la orilla del río y vagábamos por los embarcaderos silenciosos que olían a la goma de las zodiacs y a gasóleo quemado. Nos tumbábamos dentro de una lancha desguazada y mientras yo fumaba en silencio pensando en Heráclito y lo de no poder bañarse dos veces en un mismo río, él no paraba de contarme cosas de su familia y de lo que haría al salir de allí. Un día me dijo que nunca había subido en unas escaleras mecánicas. Fuimos al único Corte Inglés que hay en Zaragoza y le dije que se montara en una. Subió agarrado con las dos manos mientras le veía alejarse pensando en lo extraño e ingenuo que es todo lo relacionado con la vida. Cuando terminé el campamento me destinaron a una revista militar. La redacción estaba en otro cuartel en el centro. El director era un coronel que se pasaba la mañana leyendo el Abc y luego por la tarde me hacía llevárselo a su casa, supongo que para terminar el crucigrama o recrearse en la letra pequeña de las esquelas: hay una edad en que se disfruta de la muerte como un espectáculo más. El trabajo en la revista no era ni mucho menos agotador y yo me limitaba a hacer artículos para el día de la madre, la hispanidad o truculentas y pomposas crónicas de ciegos que juraban bandera. Lo mejor era repartir las revistas. Recorríamos Aragón y Cataluña dejando kilos de papel que nadie leía. Te asignaban un conductor y con él pasabas una semana metido en una furgoneta verde por carreteras de montaña que daban vértigo. Un día, al subir a la furgoneta vi que el conductor era mi amigo. Creo que no paró de hablar en toda la semana. Hablaba incluso cuando yo me dormía con la cabeza apoyada en la ventanilla, acunado por el olor del papel y la tinta que rezumaba el interior del vehículo. Al llegar a Barcelona me dijo que quería que conociera a su familia. Ya no recuerdo la zona pero sí que era un descampado con casas de adobe y techos de uralita. La suya estaba junto a una gran chimenea de una fábrica abandonada. Nos prepararon la cena. Tenían una nevera vieja llena de botellines de cerveza que me iba pasando la madre mientras me decía cosas que en su mayor parte no alcanzaba a entender. Pusieron música y llegó la noche. Tampoco recuerdo cómo fue pero desperté en la furgoneta sobre los fardos de revistas y sin saber exactamente qué había pasado. Amanecía en algún lugar a las afueras de Barcelona y a lo lejos se veía una franja diminuta de mar, tan delgada y perfecta que podías caer en la tentación de pensar que alguien la había trazado con una regla y un bolígrafo azul para ti