28/4/13
Fue un domingo por esta época. Me vistieron con una chaqueta cruzada de botones dorados y anclas en relieve. A la altura del corazón llevaba un escudo bordado en tela que acreditaba mi pertenencia a la Selección Nacional de Dios. La noche antes dormí con las manos pegadas: mi madre debió rociarme las palmas con un pegamento piadoso. Por la mañana un escuadrón de golondrinas me condujo al templo. Allí pusieron en mi lengua un platillo volante de pan que al deshacerse por el terraplén del esófago aseguraban que se convertiría en coros y cañones blancos. Tras la transverberación fui llevado en un utilitario de época a un restaurante de las afueras. Las hijas de unos amigos de mis padres me dijeron que eligiera cuál de las dos sería mi novia, luego se fueron corriendo hacia unos columpios oxidados que había entre los pinos y no me volvieron a mirar. A los postres, un camarero me tendió un cuchillo con el mango de nácar. Fue hundirlo en la tarta y la boca se me llenó de hierro y pensé que lo que el cura me dio por la mañana hervía ahora multiplicándose en una legión de desconocidos que jugaban a Troya por dentro. Después volvimos a casa. En el coche acariciaba con los dedos el relieve de mi nombre impreso en el recordatorio intentando que pasara algo, que sintiera algo que el día anterior no había sentido, pero no conseguía elevarme: solo podía pensar a cuál de las dos niñas besaría primero.