21/3/13

Llegaron del colegio y se pusieron a jugar a Just Dance. Supongo que sería por la ilusión de que empezaban las vacaciones que no quisieron quitarse los maillots de gimnasia rítmica ni apenas merendar. Veía a Alba extender la mano hacia la pantalla para escoger la canción y pensaba en la facilidad con la que el tiempo lo quema todo, haciendo, por ejemplo, que Minority Report pase como una película de cine mudo, boba nostalgia de un tiempo cercano que sin embargo parece desplomarse en el vacío. Eligieron Can’t take my eyes off you y empezaron a bailar. Estuve tentado de decirles: yo la bailaba cuando tenía veinte años; pero preferí callarme, no por ellas sino por no tener que escucharme diciéndolo, por no actuar como mi propio enemigo y exponerme a un envejecimiento instantáneo. La canción me abrió una puerta en el tiempo y yo entré. Vi a un chico subido en una Vespa de color blanco. No era yo ni sabía a dónde se dirigía. Solo compartía su asiento. Era de noche. Llovía. La moto paró en una esquina y nos metimos en un bar. Nada más entrar besó a una chica. Le dijo que la quería y supe entonces que no sentía lo que decía, que utilizaba esas palabras como la combinación de una caja fuerte cuyo contenido hubiese codiciado siempre aunque todavía no hubiese descubierto su valor. Me aparté de ellos y me acerqué a la barra. Pedí una cerveza. La camarera era una anciana muy maquillada que parecía muy triste. Estoy en una vía muerta de la memoria, pensé para tranquilizarme. Después apuré de un trago el vaso y dije en voz alta (queriendo que tanto la camarera como la pareja que se besaba me oyeran): me voy a casa antes de que acabe la canción.