21/3/13

Como aquella tarde parecía que el invierno hubiese firmado un armisticio momentáneo, decidimos ir un rato al parque que hay cerca de casa. Mireia dijo: vamos al estanque de los barcos. Nuria y yo aceptamos. Incluso a Alba le pareció buena idea, quizá harta ya de buscar en sus aparatos electrónicos las respuestas que pide la vida a los once años cuando estás tumbado en tu cama demasiado rato. Mireia hizo dos barcos de papel y dijo que quería ver cómo navegaban. Su estanque de los barcos solo es una fuente que casi nunca se pone en funcionamiento pero que curiosamente conserva un palmo de agua estancada, lo justo para que muchos niños de la zona convenzan a sus padres para que les compren una lancha teledirigida que después acabará en el fondo de un armario. Llegamos y Mireia lanzó sus dos barcos al agua. No soplaba viento pero había una leve corriente en el agua, unas ondas concéntricas que me gustó pensar que obedecían a una piedra caída mágicamente del cielo minutos antes. Como vio que no se movían del sitio decidió tirarlos al aire. Me pidió que lanzara uno y lo hice con fuerza, tanta que el barco cayó de lado y vagó a la deriva haciendo lentos círculos ante nuestra mirada. Al comprobar que no podíamos recuperarlos fuimos a dar un paseo. Luego navegarán, ya lo verás, le dije a mi hija. Bajamos una pequeña pendiente de tierra y descubrimos unos columpios. Se notaba en la cara de la gente las ganas de que llegara la nueva estación y con ella que desaparecieran los viejos problemas igual que desaparecen las nubes cuando nos vamos a dormir: siguen estando ahí pero ya no las vemos. Cuando fue cayendo la luz regresamos al estanque. Mireia preguntó por sus barcos. Le dijimos que quizá se los había llevado el viento o algún niño los había visto tan bonitos que se los había quedado. Seguí la circunferencia de la fuente unos metros y lo vi. Alguien los había roto en muchos trozos y los había dejado sobre el zócalo de cemento blanco. Me di la vuelta con rapidez para que Mireia no lo descubriera pero fue demasiado tarde. Estaba justo detrás de mí y con la vista clavada en el montón de papeles partidos y mojados. Ninguno de los dos dijimos nada.