25/2/13

Una monja gorda me convirtió en un patriota raro. Se llamaba Sor Margarita y fue mi profesora de párvulos en San Diego y San Vicente de Paúl. Junto a su mesa tenía una nevera blanca llena de naranjas que daba a los niños que acertaban sus preguntas o mostraban buena disposición en clase, aunque hacerlo consistiera simplemente en no hacerse pis encima ni quedarse dormido cuando leía aquellas cartas interminables que le escribía el Obispo. Junto a la nevera había un pequeño mástil con la bandera de España. Digo mástil pero creo que se trataba de otra cosa: en el extremo superior había una punta de lanza. Todas las mañanas cantábamos el himno. Nos poníamos en pie y seguíamos las estrofas que la monja canturreaba mirando al techo con una marcialidad difícil de comprender. Sus dedos índices tocaban el tablero de la mesa hasta el final, era como si a través de la madera recibiese la electricidad necesaria para la función, la corriente de españolidad que nos conectaba a todos con un ente simbólico que trascendía a la clase, la calle, el barrio e incluso a la ciudad. Después nos ponía en corro con unos baberos con letras dibujadas y aprendíamos a leer palabras que se formaban rebotando la vista en el pecho de los otros niños. Creo que ella también me hizo ser un extraño patriota del lenguaje. El juego de las palabras me producía un orgullo secreto que después me resultaba molesto compartir con mi madre. Pertenecía al país de la bandera de Sor Margarita pero también y con más intensidad al de sus palabras. Sé que da igual dónde nazcas, que todo son casualidades, pero desde aquellos días no he dejado de agradecer haber nacido aquí, de compartir identidad con Cernuda, Juan Ramón Jiménez, Gil de Biedma, Manrique, Luisa Castro, Ángel González, Juan de la Cruz, Cervantes y todos los que llegaron a mí gracias a los baberos. Del gusto infantil por la bandera me queda el escalofrío cuando atravieso la Plaza de Colón y la veo allí arriba, tan grande que es casi incapaz de ondear, desmesurada y anciana, haciendo que toda la plaza parezca un barco, quizá el mismo que cruzó a mi abuelo el Estrecho de Gibraltar para combatir en la Guerra del Rif en 1921 o la que vio Torrijos en aquella playa antes de ser fusilado o la que agité en el mirador cuando el gol de Iniesta o la que me rozó la cara en un patio de armas en Zaragoza mientras desfilaba absorto procurando que el cierzo no me arrancase el fusil del hombro. Lo sé: no es más que un trapo de colores y esto no son más que palabras, pero me apetecía decirlo, sobre todo ahora que está en horas tan bajas.