2/3/13

Cuando estaba soltero colgaba las camisas en los pomos de las puertas. Nunca me entretenía en doblar la toalla de manos en el toallero ni tenía un vaso para el cepillo de dientes que además combinase con el resto de las cosas del lavabo. Mi nevera no presentaba ningún orden establecido: los lácteos no reposaban con lácteos ni mucho menos había una fiambrera para los fiambres. Tampoco tenía plantas en el salón. Había pocos cuadros. Elegía mal la ropa de cama y hasta la mía propia, que me limitaba a que no presentase manchas, agujeros o descosidos. Vivía en un mundo masculino y monoplaza, una extraña atalaya en la que la existencia iba transcurriendo obsesionada en sus herméticos signos y en los mecanismos de fricción que fabrica la experiencia. Hace años que vivo en un mundo de mujeres. Desaparecieron las camisas colgadas en las puertas y todo resolvió gobernarse por la armoniosa tiranía de las gamas cromáticas. Vivir en un mundo de mujeres no significa comprenderlas. Simplemente me dejan cohabitar su espacio, asistir a sus rituales, observarlas mientras se emocionan con películas que me son ajenas: ¿sientes lo mismo que yo? –dice ella-, ¿estás conmigo? Mientras la actriz le pregunta todo esto a su amado veo que sus caras están en otra parte, en un mundo propio y por el que paso por delante, interponiéndome entre las espectadoras y la película como un acomodador que no entendiera ese tipo de cine. Las mujeres pintan corazones desde muy pequeñas, ahora lo sé. Mis hijas cuando me ven triste lo hacen. Vienen a donde estoy y me dan un papel doblado en el que hay un dibujo de un corazón violeta que tiene ojos, pestañas y brazos. Las mujeres recuerdan las fechas y muestran mucho celo por cualquier acto que albergue la posibilidad de una ceremonia. Cuando las miro a las tres, cuando estoy con ellas, cuando escucho lo que cantan cuando están solas, cuando las veo comer o reír, cuando duermen, cuando mienten para distraerse, pienso que la vida supera a cualquier producto de lo imaginable.