24/2/13

Los domingos se van pasando un látigo. El 3 al 10. El 17 al 24. Así lo vienen haciendo desde que recuerdo o desde que iba con mi padre al Rastro y pasábamos mucho rato en la calle de los pájaros encerrados en diminutas jaulas de madera. La calle era estrecha y empinada. Los gitanos fumaban tabaco negro y regateaban los precios de los animales sin dejar que sus sonrisas congeladas manifestasen alteraciones. Hay domingos que se olvidan de estirar la mano para que su antecesor les pase el testigo. Esos días el sol presenta diferente voltaje y una intención envolvente parecida a la que persiguen ciertos anuncios de seguros. Si hiciese recuento saldrían otros en que la cadena se rompía. Estaba sobre el césped de la Ciudad Universitaria, frente a Filosofía y Letras y sus árboles alineados que servían de porterías de fútbol. Mi madre guarda polaroids de todo eso. Yo guardo fotos quemadas por el tiempo y metidas a presión en un cajón que nunca se acaba de cerrar. La distancia entre esos domingos y yo marca el tamaño exacto de mi vida.