5/12/12

Todo encierra una promesa. Una palabra dicha por una voz conocida pero casi olvidada que de pronto salta del vacío y se posa delante o a los pies de nuestra figura hecha estatua para decir estoy aquí, he vuelto. Esa voz puede ser la misma de siempre y no conllevar nada nuevo, venir sin sal y podrida. Puede presentarse con solemnidad, disfrazada de página en blanco, de empecemos otra vez y olvidemos lo que produjo el fuego, pero contendrá los mismos agravios y mentiras, las mismas trampas que en el pasado nos tendió y en las que caímos confiados porque creíamos que nada podía temerse de ella, de algo tan delicado, redondo e inocuo que a nadie podría atemorizar. Volveríamos a exponer el cuello a su hacha. Nuestra inocencia le mostraría hasta la mejor línea de corte. Aquí, le marcaría nuestro dedo hundido en la carne. Y sin embargo su reaparición en escena, en ese espacio tan reducido que ocupa nuestra propia intimidad no compartida, nuestro verdadero perímetro vital, significaría de nuevo la llegada de ángeles dudosos en vehículos de espanto que nos atraviesan como tuneladoras de azúcar, con limpieza y hasta placer, pero destruyéndonos nuevamente, dejándonos huecos y a merced de sus planes. Cuando lo hayan conseguido y se retiren, pensaremos que no fue así. Culparemos a nuestra capacidad de ilusionarnos, a nuestra desmedida euforia que nunca aprende y se contenta con saltar tapias y pisar flores, condenada a vagar buscando una perfección insoportable que jamás encontrará. Pasado el huracán volveremos a ser los mismos: payasos que tras la función recogen sus bártulos y los meten en un coche destartalado para ir a otro sitio en el que contar su historia. Por el camino nos asombraremos con montañas nevadas y ríos que parecen de oro, aunque sea el sol el que los pinta, como hace con todo lo demás mientras miramos a otra parte, como sucede por dentro, a golpes y en silencio, triturándonos despacio, puliéndonos los huesos por pura distracción.