9/12/12

Las ventanas de enfrente reflejan el mundo. La película que proyectan es larga y conviene estar atento para no perder ningún cambio de luz o la aparición esporádica de una persona bajando la persiana o asomándose cautivamente para comprobar qué día hace: unos dedos que descorren un visillo y detrás una sombra que quizá examina el reflejo de la ventana tras la que estás apostado. Requiere concentración, obsesión y hasta un poco de sadismo, ya que el acto conlleva quemar el tiempo sin otro fin que el de ser un espectador entregado. Nada se juzga. Nada se supone cuando eres el que mira. Tus ojos deben obedecer a la casualidad como los niños obedecen a sus remolinos de fantasías. Una vez hayas conseguido tu presa, o simplemente sientas que tu almacén está lleno de lo que buscabas, debes distanciarte. No digo que haya que cerrar los ojos con fuerza ni encerrarse en una habitación privada de luz. Lo sensato sería dejar que la vista viaje a la deriva en otras cosas: los muebles y su disposición geométrica, un espejo ovalado que puedas tener al fondo de un pasillo, el zumbido dulce e irreal de los electrodomésticos. Cualquier presencia física servirá para que la memoria reconstruya a su manera lo que has contemplado y lo reinterprete para darte una explicación que nunca sabrás si es la que buscabas. Lo observado es ya parte de ti y tú de ello. Te ha convertido en un monstruo de dos cabezas condenado a no ponerse de acuerdo con nadie ni con nada.