5/11/12

Tus hijas ven una película. Fuera llueve. Parece que la tarde haga inventario tras el mirador: tienes esto y hay luz dentro, cuatro músculos cardíacos tranquilos esperando la noche. Recuerdas Londres una vez. Estabas con un amigo. Un hotel antiguo en Kensington. El cielo era como el de hoy, tan rojo como el fin del mundo y a la vez tan familiar que daban ganas de tumbarse fuera junto a los cubos de basura del patio trasero y dejar que te absorbiera con una abducción cariñosa. Desde la ventana de madera carcomida le veías ya. El tiempo es un atleta. Sigue corriendo por los decorados que le inventas. Siempre con fuego en las manos: no es una antorcha, lo produce él. Eres incapaz de permanecer sentado mientras suena el zumbido. Te levantas para ajustar cuentas y pasar a limpio. Eres la mecanógrafa de sus fantasmas. Alisas tu falda. Limpias los cristales de las gafas con una pulcritud que ahuyentaría a la muerte. Estabas en un hotel. Salías a comprar pescado frito y patatas. La habitación era estrecha. Eras joven y mirabas al techo como si fuera la pista de un portaaviones. Todo lo que sucediera a partir de ese momento despegaría desde allí. ¿Qué sucedió? Te gustaría recorrer la distancia con un hilo: marcar los kilómetros que has hecho desde el barrio de Londres hasta donde estás ahora con la tarde y sus albaranes extendidos en el país de la lluvia. Correrías tras el tiempo extendiendo el hilo luminoso. ¿Pasamos por aquí? ¿Hubo una vez esta ciudad y este río y esta felicidad que cae ahora lenta del cielo? ¿Son acaso los famosos diamantes falsos en que se transforman los días cuando se desploman fosilizados uno encima de otro y apenas dejan tiempo para ser observados? Vuelves a sentarte. La película continúa. Los cristales de tus gafas han visto demasiado. Piden paz. Doblas las patillas y las colocas suavemente sobre la mesa blanca hasta que regrese el zumbido.