6/11/12

El vicio de observar te acaba por convencer de que la felicidad siempre vive en otro lado, no aquí ni contigo sino en el piso de enfrente en el que ves a un hombre que por la noche se sienta en un sofá y se muestra dueño de su paz. Seguramente no mira la televisión, lo sabes porque no distingues el reflejo azulado en la oscuridad del salón actuando como un gas que se posase en el filo de los párpados. Escucha música. Cuando llegan estos días de otoño le gusta poner las sonatinas de Sibelius interpretadas por Glenn Gould. Su mujer aparece de pronto. Riega una pequeña trepadora que tiene en el alféizar de la ventana. Sus manos dejan ver el cariño con el que se maneja vadeando por ese espacio que marca la vida de ambos: los detalles, el respeto por el ensimismamiento de la persona con la que lleva viviendo más de treinta años y que de alguna forma ha hecho suyo. En esa comunicación han ganado experiencia y quizá las respuestas necesarias para compartir el camino. Después se sienta junto a él. Le tiende un vaso y cruza las piernas. ¿Cuántas veces habrán hecho lo mismo? ¿En cuántas ocasiones él habrá desaparecido detrás de las notas del piano para buscar al hombre que se perdió hace años en otro país, a la orilla de un río helado o en una fiesta en la que otra mujer mucho más joven le miraba desde el fondo de una sala abarrotada o cuando permanecía sentado en un aeropuerto con una tarjeta de embarque en la mano pero sin ganas de regresar y con la idea de ir a otro sitio en que el marcador se pusiera mágicamente a cero y con él las ganas de vivir como el que abre un paquete enorme enviado por un desconocido? Cuando la música acaba, ambos se levantan. Ha llegado la noche pero lo ha hecho de puntillas. La mujer parte dos trozos de bizcocho de naranja y los pone en el mismo plato. Sus pasos por el pasillo recuerdan al tacto de una seda china de otro tiempo, tersa e irreal como la superficie de un estanque en la Luna.