8/11/12

Envidias la lucidez, el único metal precioso. Está en el fondo, donde la verdad se hace irrespirable porque quema. Las manos huesudas, viejas. Sobre uno de los dedos un anillo con una piedra roja, desmesurada, casi un planeta ausente obligado a coronar la experiencia. El dedo que ha ayudado a escribir: el de Marguerite Duras o el de cualquiera. Es esconderse. Es una trampa. Un engaño. Y a la vez la salida. Lucidez viene de luz. La etimología no engaña cuando sostiene su presa entre los dientes. Escribir es mentirse. Un engañabobos que se consuma en un estadio lleno de convidados de piedra. El enterrador y el enterrado compartiendo un mismo pellejo. Cuatrocientos miligramos de calma cada mil toneladas de sufrimiento intravenoso. ¿Compensa? ¿Y si no? El dedo habla: estuve, vi, corrí, regresé despacio, canté, el mar me miraba. El sueño es posar la mano un día sobre una mesa baja, aterrizarla en una veta acogedora. Estar rodeado de afines (pocos o muchos) con los que recordar las grietas por las que caíste. Y que no lo cuenten las palabras amaestradas sino tú, hacerlo sin prisa pero tampoco como en un entierro: recuerda que no has inventado nada.