3/11/12

Sólo el diez por ciento del contenido de una conversación telefónica acaba siendo relevante. En caso de que tengas la manía o la necesidad (o ambas) de contar tu vida o poner por escrito parte de lo que piensas, recuerdas o sientes, el porcentaje se reduce a cero, y no porque esas conversaciones dejen de tener contenido sino porque desaparecen. Desde que publico textos aquí o en el blog, he descubierto que el número de llamadas de conocidos ha descendido. Un día, un amigo me dijo que cuando leía algo mío en donde contaba algún problema o alguna desgracia que me había ocurrido no pensaba directamente en la contingencia de la información sino en la forma en la que lo había contado. Si yo escribiera algo así recibiría veinte llamadas preguntándome si estoy bien, me decía. De este hecho se desprenden dos noticias, una buena y una mala. La buena es que el placer estético que produce la lectura nos redime de muchas cosas que suceden en la vida real, entendida como un mosaico en bruto y sin ordenar, ese espacio sin paliativos y entregado a la crudeza. La mala es la distancia que origina, el muro que parece construir la palabra escrita y que separa narrador y narración, e incluso más importante: escritor y persona. También sabemos que la repetición de dos acontecimientos se convierte en costumbre y las costumbres acaban siendo la solidificación de nuestra conducta: las cosas son así, pensamos, y lo son porque parece que ellas mismas hayan decidido que así sea, ellas mismas han echado raíces y han hundido sus pilares en medio de su propia nada. Conclusión: Luis no necesita mi llamada. Quiero dejar claro que esto no es una queja. Acepto las reglas, diría que hasta disfruto oscuramente de ellas. Nunca fui un apasionado de la comunicación oral. Incluso hay veces en que estoy hablando con alguien y echo en falta un mínimo tiempo para reflexionar lo que digo, para ofrecer a esa persona algo más digno que unas palabras que salen de mi boca por obra de la inmediatez, la apatía o la urgencia. Confieso que la mayoría de las veces simplemente saldría corriendo y me escondería detrás de un árbol hasta que esa persona se olvidara de mí y no me condenara a la obligación de escuchar. Siempre he pensado que la misión prioritaria del lenguaje es permitirnos mayor felicidad o al menos esa tenue elevación sobre lo que somos que nos permita ver lo que podríamos ser.