1/11/12

C. murió hace dos años. Me enteré por un amigo común que ya no frecuentaba desde hacía mucho, un tiempo aparentemente remoto en el que C., él y yo nos colábamos en el los cines Drugstore respondiendo con voz impostada a la pregunta sobre nuestra mayoría de edad que nos hacía la taquillera desde su pequeña ventana de arco romano y bordes dorados. Casi todo lo que sé de cine italiano y francés lo aprendí con ellos. En esos días descubrí el estremecimiento de Pasolini, que después me llevó a interesarme por sus poemas y por su tormentosa vida. Cuando se acababa la película regresábamos caminando a casa con las manos en los bolsillos y sin hablar, asimilando a duras penas lo que habíamos visto y calibrando cómo nos dejaba situados la experiencia en nuestra escala casera de descubrimientos. Como apenas teníamos catorce años comprábamos cigarrillos sueltos en los puestos de piperos que había en Quevedo y Chamberí. Con tres Fortunas teníamos para toda la tarde. También había que comprar un chicle de clorofila para masticar diez minutos antes de que entraras en casa y pudieras así besar a tu madre sin que sospechara nada. C. me inició además en los libros. Paso por alto la admiración que sentía por Hemingway, autor que a mí me producía un absoluto aburrimiento y cuya lectura se me representaba con el hecho de estar en un bar junto a un marinero borracho que contaba batallitas mientras daba golpes secos en la barra con su copa. Los amigos, afortunadamente, tienden a mirar de vez en cuando a otro lado y se acaban perdonando casi todo: él mi desafección por el lobo de mar borrachín y yo su desinterés por la poesía, género que asociaba a conceptos como higiene íntima, pubertad, eterno femenino o princesa de los nenúfares. Al cumplir dieciséis años me empezó a interesar más pasar las tardes con chicas que ir a sesiones triples de cine de autor. Esta nueva dirección, no elegida por mí sino por algo poderoso y ciego a lo que obedecía dulcemente, nos distanció. C. se quedó con sus cines y sus disquisiciones literarias de fumador de pipa y yo me entregué a un deporte que parecía que pusiera en tus manos el enigma de la eternidad sobre un cojín de oro. Hace dos años, nuestro amigo común me escribió un mensaje en Facebook y me lo contó todo: el dolor, la agonía, el cáncer que le consumió lenta y bochornosamente en habitaciones de hospital ante la mirada de los que le querían. No voy a convocar una manifestación popular contra la muerte ni creo que mis recuerdos ni los de nadie se merezcan tales actos. Sólo me acordé de C. cuando ayer leía un poema de Pasolini: “Ahora tengo poco tiempo: es culpa de la muerte.” Cuánta razón.