30/10/12

En 1996 tenía treinta años y la convicción de que Madrid ya me había dado todo lo que me podía dar: noches desconcertantes y esa extraña épica que disfrutan los hombres cuando son jóvenes y creen que su biografía sentimental es digna de aparecer en un gran marcador electrónico a la vista de todos. Por eso metí las cosas que tenía en un pequeño camión de mudanzas y me fui a Barcelona. Compré dos botellas de cava y una bandeja de pasteles y reuní a mi familia en mi apartamento de la calle Félix Boix. La reacción de mi padre la conocía de antemano: qué se te ha perdido a ti en esa ciudad, no lo entiendo, hijo, no lo entiendo. La de mi madre la recordaré siempre: si tú eres feliz, yo seré feliz. También sé que tras la frase, que inmediatamente hice mía y que pienso repetir a mis hijas llegado el caso, pasó varios días llorando; pero esto lo supe muchos años después y no por ella, que guardó con gran dignidad su dolor para no caer en el chantaje. La noche siguiente estaba en un compartimento de coche-cama con destino a Barcelona. Me acompañaba una chica con la que tenía una relación de encuentros ocasionales y siempre en el local de copas en el que nos conocimos, tanto que se me hacía extraño verla allí conmigo en ese escenario inesperado sin música ni alcohol. Mis amigos la llamaban la India: tenía una melena negra muy lisa y brillante y los rasgos de su cara recordaban a esas actrices nativas de las películas del oeste. Al amanecer llegamos a la Estación de Sants como la canción de Led Zeppelin, dazed and confused. Aturdidos y confundidos nos metimos en un taxi y fuimos a conocer mi nueva casa en una pequeña calle de Las Corts. El dueño de un colmado que había enfrente me dio las llaves. Compramos leche, fuet y una barra de pan. Los de la mudanza todavía no habían llegado. Desayunamos en el apartamento vacío procurando dejar claro con nuestras miradas que éramos dos amigos y no una pareja que empezaba una historia en común. Para eso hay que tender hacia el exterior líneas difusas con la mirada, diagonales que rastreen los tejados y que se enganchen en el brillo de la luz de una ciudad desconocida y no buscarse dentro en una casa sin muebles en la que sería tan fácil sucumbir a una revelación repentina y tras ella un abrazo que significara demasiado. Después llegaron mis cosas. Parecía que la vida volvía a ponerse en su sitio. Deshicimos cajas, colocamos libros, colgamos ropa. Hoy sigo sin saber cómo definir aquel fin de semana: no sería el argumento de ninguna comedia romántica pero tampoco el de un drama. De no casar en ninguno de los dos montones debía tratarse simplemente de la vida, de lo que sucede constantemente y no percibimos, de lo que ocurre tras las paredes, a pocos metros a derecha o izquierda de donde estamos y que no cesa nunca, pero que después, pasada la mano del tiempo, se vuelve a encender un día como las luces de una casa de montaña en una maqueta de trenes.